La música es la banda sonora del
mundo, de los reyes derrocados y los bosques silenciosos, del amor, la muerte.
La alquimia del sonido es facultad de hombres selectos, el compositor es una
hoguera, un glorioso fuego consumido por su propia magnitud, tragedia del
prodigio y el exceso. En el cine, el exceso, en sus muchos nombres, es Ken
Russell. Su marca: hacer de la transgresión una virtud, exponer la verdad que
denuncia la locura, y escupirla en la pantalla. Cada sinfonía son destellos de una
historia que espera en la penumbra el reflector, la cámara que anime la
tragedia de una vida prodigiosa.
La relación de Russell con la
música fue larga y duradera. Se remonta a sus primeros años como director de
cortos televisivos para la BBC de Londres. Entre 1959 y 1970 dirigió una serie de documentales de arte sobre las
luminarias de los siglos XIX y XX para los programas Monitor y Omnibus. Si bien
contó grandes historias como la de Isidora Duncan o el pintor Dante Rosetti, su
fascinación por los compositores y su obra se vio plasmada en un trabajo a la
altura de sus personajes. La vida de Edward Elgar, el llamado Strauss inglés,
fue el drama biográfico que lo estableció como un talento mayor en la escena
cinematográfica mundial.
El corto llamado solo Elgar
(1962) no sorprende por su extravagancia (rasgo de casi toda su obra
posterior), sino por una estética visual y ritmo que marchan al compás y como
las melodías del autor, marcadas de cándida nostalgia, pompa y desengaño. La narración,
en tercera persona, cuenta la historia del compositor, que, de pronto, pasa a
segundo plano cuando notamos que el protagonista no es él, sino su música. Y
ella es la voz del mismo Elgar, su sentir humano, religioso, político y social
durante cada etapa de su vida. Además de la técnica original, la exquisita
fotografía revela la belleza del paisaje inglés que marcó cada obra del
maestro.
Seguirían nuevos cortos sobre
Bartok y Prokofiev. Luego, The Debussy Film (1965), quizá el más innovador y
extraño de sus filmes tempranos. Con el francés empezaba la fascinación por los
personajes trastornados. Oliver Reed encarna a Claude Debussy, compositor no
reconocido, luego excelso, pero siempre holgazán y vividor. Transformar la
música en imagen, interpretar y traducir. La misma técnica, ahora, con un matiz
personal: la transgresión, la sugerencia mordaz. Amarrada a un poste, una mujer
desnuda recibe las flechas de su ejecución, suena El Martirio de San Sebastián,
comienza la cinta, y advierte que no se tratará de algo normal. Una película
dentro de otra. Mágicamente, los actores empiezan a asumir la identidad de los
personajes que representan. Dentro del set Debussy está vivo, los actores
posesos de su historia.
En 1968, dirige Song of Summer,
filme que aborda los últimos cinco años del compositor alemán Frederick Delius
y su entonces amanuense, Eric Fenby, también músico. Estamos ante una película
más formal, pero no por eso menos bella, un clásico instantáneo del documental
dramatizado. La paradoja del artista vuelve por partida doble: Delius, genio
consumido por una vida sórdida y cruel; Fenby, un talento atormentado en busca
de un mentor. Esta vez, el desengaño y la muerte de filmes anteriores se oponen
a una dura historia de esperanza y redención. La magia está en los personajes,
en cómo un joven católico conservador, y un anciano lisiado y pesimista, se
hermanan en el lenguaje superior de la música para crear la sinfonía final de
una mente brillante.
El último documental de Russell
para la televisión inglesa liberaría por fin una visión que había estado en la
sombra demasiado tiempo. Dance of the Seven Veils (1970), sobre el alemán
Richard Strauss, marca un punto sin retorno en la filmografía del director.
Atrás quedaron las bucólicas ensoñaciones de Elgar y la sobria elegancia de
Song of Summer. La sátira se apodera de cada fotograma, la carrera del
compositor, de quien se dice (sin pruebas concretas) fue muy cercano a los
nazis es ridiculizada sin piedad. Podemos deducir que el director no profesaba
gran admiración por la filosofía del superhombre (rasgo de muchos antagonistas
en su obra posterior), menos aún por los compositores de influencias
wagnerianas que fueron la banda sonora del ascenso y caída del Tercer Reich.
[Sp1] Justo o no, el mundo aún sentía el eco del holocausto.
Aunque en los créditos se anuncia
como un “cómic de ficción”, no por eso la cinta dejó de causar revuelo. La
secuencia de apertura lo dice todo: el Zaratustra de Nietzsche con el fondo
musical del Zaratustra de Strauss, siendo poseído por una horda de monjas
lujuriosas. Escenas después, el compositor se va de picnic con Hitler (se
mandan besos volados), y termina dando un concierto en el que un judío es
asesinado mientras él dirige una suerte de himno catártico nazi. El filme fue prohibido
en varios países por los familiares de Strauss que reclamaron los derechos
sobre sus composiciones. El veto continúa, la banda sonora con la que se emite
hoy en día son versiones pop de las sinfonías de Johann Strauss, hijo.
El escándalo que desató Dance of
the Seven Veils, marcó el fin del trabajo de Russell con la BBC y un
alejamiento momentáneo de la televisión para volcarse al cine. Regresaría con
otro maestro de la música: Piort Tchaikovsky. The Music Lovers (1970) demostró
que de la locura a la belleza hay solo un paso, que la versatilidad y la
sorpresa constituyen un estilo. La vida del autor del Cascanueces llegó como un
drama épico que parecía salir de las páginas de una novela rusa. Sin embargo,
ninguna película de Russell será tradicional. Alucinaciones y derrapes
psicológicos ilustran la desventura de otro artista perturbado.
Como en las melodías de
Tchaikovsky, las tomas se funden en imágenes hermosas y grotescas como
violentas notas graves o delicadas armonías. En el documental quedó la
biografía autorizada, los hechos reales son pocos esta vez y quienes no
encuentren la vida del músico demasiado especial, hallarán en esta ficción un
personaje fascinante. Las notables actuaciones de Richard Chamberlain en el
papel principal y Glenda Jackson, su esposa, completan el magnífico trabajo en
dirección, fotografía, vestuario y guión que hacen de este un filme de calidad
superlativa, entre los mejores jamás hechos sobre un compositor.
Ese mismo año se estrena The
Boyfriend, su primer musical de género, una adaptación de la obra homónima de
Sandy Wilson que triunfó en los teatros de Londres y Broadway en 1955. Se trata
de un tributo a las comedias musicales de los años treinta. Hilarante y
encantadora es la definición de esta película, que pese a su largo aliento, no
deja de asombrar por su excelente dirección de arte, reparto y sus cándidas
pero bellísimas canciones. Se ha acusado al director de un abuso de
espectacularidad en su obra, pero si el exceso encuentra lugar es aquí. Los
colores deslumbrantes, al igual que las tomas y el montaje se unen para vestir
un musical que no podría ser de otra manera. Una joya perdida, a veces
subvalorada, a la que urge salvar del olvido.
Mahler sonaría en el cine cuatro
años después. Otro alemán excepcional es tema de la última película de Russell
en la que aún veremos un esquema ligado a la cordura. Parcialmente histórica,
psicológica y onírica, es ejemplo de cómo
un drama puede conjugar sátira y tragedia sin perder el equilibrio. Mahler, es
el compositor en el diván a través de sus relaciones íntimas y sociales que dan
forma a su música y destino. Largas tomas que abundan en detalles reflejan que
la inspiración del maestro viene de lo natural, de la belleza del amor y de la
muerte.
En el proceso creativo, en la
contemplación del paisaje o de sus hijas, es donde el autor encuentra paz, el
sosiego de abstraerse del mundo real. En los sueños viene la tormenta, el
precio de la fama ha sido la traición a su religión, a sí mismo y a su
matrimonio. Contra él ningún castigo será suficiente y Russell tiene mil
maneras de mostrarlo, cada una más divertida y terrible que la anterior. Mahler
vive con el enemigo, se ha forzado a amarlo para alcanzar el éxito y darse
cuenta que en el camino lo ha perdido todo. Un compositor judío en amores con
la viuda antisemita de Wagner, una cruel ironía de la vida real con la que el
director hace lo que sabe hacer: surrealismo de primer nivel, profundo,
entretenido y doloroso.
Cuándo se estrenó Tommy (1975) el
pop había alcanzado niveles máximos de penetración en todos los ámbitos
sociales, culturales y por supuesto en la música. En 1969 la banda británica
The Who había lanzado la primera ópera rock: Tommy, un controvertido álbum que
exponía la frivolidad de las relaciones humanas en la nueva religión mundial
del consumismo. La historia estaba escrita, solo había un director capaz de
traducir con fidelidad su concepto en imágenes. La película no levantó menos
polémica que el álbum. Salvaje y retorcida, la belleza de Tommy está en la sinceridad
de su locura, en la exageración de las vergüenzas que revela sin piedad. Si
bien el argumento es fiel al disco de la banda, la cinta es Ken Russell en su
máxima expresión: un viaje de magníficos excesos.
Oliver Reed y Roger Daltrey
(vocalista de The Who), actores recurrentes del director se encuentran para
brindar dos interpretaciones brillantes. Se suman Jack Nicholson (al que
oiremos cantar) y Ann-Margret, nominada al Oscar ese año como mejor actriz.
Eric Clapton, Elton John, Tina Turner y los miembros de The Who completan un
reparto que no tiene pierde. La cinta
aborda el eterno conflicto de la libertad y su falsa realización a través del
placer. La superficialidad de todo cuanto existe en la cultura pop ha anulado a
Tommy (Daltrey) en todos los sentidos, que al refugiarse en si mismo descubre
que la libertad es una condición y no un objetivo que se logra con dinero. Toda
su experiencia se narra en imágenes cándidas, a veces dulces y grotescas,
mientras él, frágil, asimila impávido la decadencia. No hay nada que ocultar,
Russell no matiza el desamparo y la violencia emocional, aun así entretiene,
nos divierte cuando deberíamos sufrir las desdichas de los personajes, parece
decir que todo es una broma, quizá como la vida misma.
Ese mismo año dirige Liztomania,
sobre la aparición del pop en el siglo XIX. Daltrey encarna a Franz Liszt,
virtuoso compositor con fama de Don Juan, víctima de un ego acorde a su
leyenda. La Lisztomania fue acuñada por el filósofo alemán Heinrich Heine para
referirse a la euforia que causaban los conciertos del pianista en la Europa de
1840. Para demostrar que hemos cambiado muy poco el director convierte la
música clásica en rock y a Liszt en una estrella mundial. El concepto es
similar al de Tommy. No hemos mejorado como sociedad, la tragedia solo se ha
movido de escenario. Nuestro Villano es Wagner, un vampiro (literal y
alegórico), que persigue el ideal del superhombre. A través de Liszt, Russell
se burla de la grandilocuencia de la música del alemán. Sin embargo, al subestimarlo
la malentendida filosofía de Nietszche da origen al fascismo con Wagner a la
cabeza, ahora reencarnado como El Führer. Un filme original que destaca por su
extravagante crítica social y bizarro entretenimiento.
El último proyecto musical de Ken
Russell fue Aria (1987). Robert Altman, Jean-LucGodard, Bruce Beresford, entre
otros, fueron invitados para adaptar un aria de ópera de su elección con total
libertad de estilo. Destacan los trabajos de dichos directores y por supuesto
el Nessun Dorma de Puccini, que Russell recrea maravillosamente en la lucha de
una mujer por sobrevivir al quirófano
tras perder la consciencia en un accidente de auto. El corto lírico es una
sucesión de metáforas visuales durante la anestesia de la operación que trata
de salvar a la muchacha, para quien dormir significa la muerte. Las diez arias
de la cinta entregan emociones diferentes, unidas por la intensidad de la ópera
en toda su dimensión dramática y fatal. La última película no siempre es el
final, la pasión de Russell por la música vivirá cada vez que la imagen se
convierta en sinfonía.
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