sábado, 1 de noviembre de 2014

Director de Orquesta - Películas sobre compositores dirigidas por Ken Russell

La música es la banda sonora del mundo, de los reyes derrocados y los bosques silenciosos, del amor, la muerte. La alquimia del sonido es facultad de hombres selectos, el compositor es una hoguera, un glorioso fuego consumido por su propia magnitud, tragedia del prodigio y el exceso. En el cine, el exceso, en sus muchos nombres, es Ken Russell. Su marca: hacer de la transgresión una virtud, exponer la verdad que denuncia la locura, y escupirla en la pantalla. Cada sinfonía son destellos de una historia que espera en la penumbra el reflector, la cámara que anime la tragedia de una vida prodigiosa.

La relación de Russell con la música fue larga y duradera. Se remonta a sus primeros años como director de cortos televisivos para la BBC de Londres. Entre 1959 y 1970 dirigió  una serie de documentales de arte sobre las luminarias de los siglos XIX y XX para los programas Monitor y Omnibus. Si bien contó grandes historias como la de Isidora Duncan o el pintor Dante Rosetti, su fascinación por los compositores y su obra se vio plasmada en un trabajo a la altura de sus personajes. La vida de Edward Elgar, el llamado Strauss inglés, fue el drama biográfico que lo estableció como un talento mayor en la escena cinematográfica mundial.

El corto llamado solo Elgar (1962) no sorprende por su extravagancia (rasgo de casi toda su obra posterior), sino por una estética visual y ritmo que marchan al compás y como las melodías del autor, marcadas de cándida nostalgia, pompa y desengaño. La narración, en tercera persona, cuenta la historia del compositor, que, de pronto, pasa a segundo plano cuando notamos que el protagonista no es él, sino su música. Y ella es la voz del mismo Elgar, su sentir humano, religioso, político y social durante cada etapa de su vida. Además de la técnica original, la exquisita fotografía revela la belleza del paisaje inglés que marcó cada obra del maestro.

Seguirían nuevos cortos sobre Bartok y Prokofiev. Luego, The Debussy Film (1965), quizá el más innovador y extraño de sus filmes tempranos. Con el francés empezaba la fascinación por los personajes trastornados. Oliver Reed encarna a Claude Debussy, compositor no reconocido, luego excelso, pero siempre holgazán y vividor. Transformar la música en imagen, interpretar y traducir. La misma técnica, ahora, con un matiz personal: la transgresión, la sugerencia mordaz. Amarrada a un poste, una mujer desnuda recibe las flechas de su ejecución, suena El Martirio de San Sebastián, comienza la cinta, y advierte que no se tratará de algo normal. Una película dentro de otra. Mágicamente, los actores empiezan a asumir la identidad de los personajes que representan. Dentro del set Debussy está vivo, los actores posesos de su historia.


En 1968, dirige Song of Summer, filme que aborda los últimos cinco años del compositor alemán Frederick Delius y su entonces amanuense, Eric Fenby, también músico. Estamos ante una película más formal, pero no por eso menos bella, un clásico instantáneo del documental dramatizado. La paradoja del artista vuelve por partida doble: Delius, genio consumido por una vida sórdida y cruel; Fenby, un talento atormentado en busca de un mentor. Esta vez, el desengaño y la muerte de filmes anteriores se oponen a una dura historia de esperanza y redención. La magia está en los personajes, en cómo un joven católico conservador, y un anciano lisiado y pesimista, se hermanan en el lenguaje superior de la música para crear la sinfonía final de una mente brillante.

El último documental de Russell para la televisión inglesa liberaría por fin una visión que había estado en la sombra demasiado tiempo. Dance of the Seven Veils (1970), sobre el alemán Richard Strauss, marca un punto sin retorno en la filmografía del director. Atrás quedaron las bucólicas ensoñaciones de Elgar y la sobria elegancia de Song of Summer. La sátira se apodera de cada fotograma, la carrera del compositor, de quien se dice (sin pruebas concretas) fue muy cercano a los nazis es ridiculizada sin piedad. Podemos deducir que el director no profesaba gran admiración por la filosofía del superhombre (rasgo de muchos antagonistas en su obra posterior), menos aún por los compositores de influencias wagnerianas que fueron la banda sonora del ascenso y caída del Tercer Reich. [Sp1] Justo o no, el mundo aún sentía el eco del holocausto.


Aunque en los créditos se anuncia como un “cómic de ficción”, no por eso la cinta dejó de causar revuelo. La secuencia de apertura lo dice todo: el Zaratustra de Nietzsche con el fondo musical del Zaratustra de Strauss, siendo poseído por una horda de monjas lujuriosas. Escenas después, el compositor se va de picnic con Hitler (se mandan besos volados), y termina dando un concierto en el que un judío es asesinado mientras él dirige una suerte de himno catártico nazi. El filme fue prohibido en varios países por los familiares de Strauss que reclamaron los derechos sobre sus composiciones. El veto continúa, la banda sonora con la que se emite hoy en día son versiones pop de las sinfonías de Johann Strauss, hijo.

El escándalo que desató Dance of the Seven Veils, marcó el fin del trabajo de Russell con la BBC y un alejamiento momentáneo de la televisión para volcarse al cine. Regresaría con otro maestro de la música: Piort Tchaikovsky. The Music Lovers (1970) demostró que de la locura a la belleza hay solo un paso, que la versatilidad y la sorpresa constituyen un estilo. La vida del autor del Cascanueces llegó como un drama épico que parecía salir de las páginas de una novela rusa. Sin embargo, ninguna película de Russell será tradicional. Alucinaciones y derrapes psicológicos ilustran la desventura de otro artista perturbado.

Como en las melodías de Tchaikovsky, las tomas se funden en imágenes hermosas y grotescas como violentas notas graves o delicadas armonías. En el documental quedó la biografía autorizada, los hechos reales son pocos esta vez y quienes no encuentren la vida del músico demasiado especial, hallarán en esta ficción un personaje fascinante. Las notables actuaciones de Richard Chamberlain en el papel principal y Glenda Jackson, su esposa, completan el magnífico trabajo en dirección, fotografía, vestuario y guión que hacen de este un filme de calidad superlativa, entre los mejores jamás hechos sobre un compositor.


Ese mismo año se estrena The Boyfriend, su primer musical de género, una adaptación de la obra homónima de Sandy Wilson que triunfó en los teatros de Londres y Broadway en 1955. Se trata de un tributo a las comedias musicales de los años treinta. Hilarante y encantadora es la definición de esta película, que pese a su largo aliento, no deja de asombrar por su excelente dirección de arte, reparto y sus cándidas pero bellísimas canciones. Se ha acusado al director de un abuso de espectacularidad en su obra, pero si el exceso encuentra lugar es aquí. Los colores deslumbrantes, al igual que las tomas y el montaje se unen para vestir un musical que no podría ser de otra manera. Una joya perdida, a veces subvalorada, a la que urge salvar del olvido.

Mahler sonaría en el cine cuatro años después. Otro alemán excepcional es tema de la última película de Russell en la que aún veremos un esquema ligado a la cordura. Parcialmente histórica, psicológica y onírica, es  ejemplo de cómo un drama puede conjugar sátira y tragedia sin perder el equilibrio. Mahler, es el compositor en el diván a través de sus relaciones íntimas y sociales que dan forma a su música y destino. Largas tomas que abundan en detalles reflejan que la inspiración del maestro viene de lo natural, de la belleza del amor y de la muerte.

En el proceso creativo, en la contemplación del paisaje o de sus hijas, es donde el autor encuentra paz, el sosiego de abstraerse del mundo real. En los sueños viene la tormenta, el precio de la fama ha sido la traición a su religión, a sí mismo y a su matrimonio. Contra él ningún castigo será suficiente y Russell tiene mil maneras de mostrarlo, cada una más divertida y terrible que la anterior. Mahler vive con el enemigo, se ha forzado a amarlo para alcanzar el éxito y darse cuenta que en el camino lo ha perdido todo. Un compositor judío en amores con la viuda antisemita de Wagner, una cruel ironía de la vida real con la que el director hace lo que sabe hacer: surrealismo de primer nivel, profundo, entretenido y doloroso.


Cuándo se estrenó Tommy (1975) el pop había alcanzado niveles máximos de penetración en todos los ámbitos sociales, culturales y por supuesto en la música. En 1969 la banda británica The Who había lanzado la primera ópera rock: Tommy, un controvertido álbum que exponía la frivolidad de las relaciones humanas en la nueva religión mundial del consumismo. La historia estaba escrita, solo había un director capaz de traducir con fidelidad su concepto en imágenes. La película no levantó menos polémica que el álbum. Salvaje y retorcida, la belleza de Tommy está en la sinceridad de su locura, en la exageración de las vergüenzas que revela sin piedad. Si bien el argumento es fiel al disco de la banda, la cinta es Ken Russell en su máxima expresión: un viaje de magníficos excesos.

Oliver Reed y Roger Daltrey (vocalista de The Who), actores recurrentes del director se encuentran para brindar dos interpretaciones brillantes. Se suman Jack Nicholson (al que oiremos cantar) y Ann-Margret, nominada al Oscar ese año como mejor actriz. Eric Clapton, Elton John, Tina Turner y los miembros de The Who completan un reparto que no tiene pierde.  La cinta aborda el eterno conflicto de la libertad y su falsa realización a través del placer. La superficialidad de todo cuanto existe en la cultura pop ha anulado a Tommy (Daltrey) en todos los sentidos, que al refugiarse en si mismo descubre que la libertad es una condición y no un objetivo que se logra con dinero. Toda su experiencia se narra en imágenes cándidas, a veces dulces y grotescas, mientras él, frágil, asimila impávido la decadencia. No hay nada que ocultar, Russell no matiza el desamparo y la violencia emocional, aun así entretiene, nos divierte cuando deberíamos sufrir las desdichas de los personajes, parece decir que todo es una broma, quizá como la vida misma.


Ese mismo año dirige Liztomania, sobre la aparición del pop en el siglo XIX. Daltrey encarna a Franz Liszt, virtuoso compositor con fama de Don Juan, víctima de un ego acorde a su leyenda. La Lisztomania fue acuñada por el filósofo alemán Heinrich Heine para referirse a la euforia que causaban los conciertos del pianista en la Europa de 1840. Para demostrar que hemos cambiado muy poco el director convierte la música clásica en rock y a Liszt en una estrella mundial. El concepto es similar al de Tommy. No hemos mejorado como sociedad, la tragedia solo se ha movido de escenario. Nuestro Villano es Wagner, un vampiro (literal y alegórico), que persigue el ideal del superhombre. A través de Liszt, Russell se burla de la grandilocuencia de la música del alemán. Sin embargo, al subestimarlo la malentendida filosofía de Nietszche da origen al fascismo con Wagner a la cabeza, ahora reencarnado como El Führer. Un filme original que destaca por su extravagante crítica social y bizarro entretenimiento. 

El último proyecto musical de Ken Russell fue Aria (1987). Robert Altman, Jean-LucGodard, Bruce Beresford, entre otros, fueron invitados para adaptar un aria de ópera de su elección con total libertad de estilo. Destacan los trabajos de dichos directores y por supuesto el Nessun Dorma de Puccini, que Russell recrea maravillosamente en la lucha de una mujer por sobrevivir al  quirófano tras perder la consciencia en un accidente de auto. El corto lírico es una sucesión de metáforas visuales durante la anestesia de la operación que trata de salvar a la muchacha, para quien dormir significa la muerte. Las diez arias de la cinta entregan emociones diferentes, unidas por la intensidad de la ópera en toda su dimensión dramática y fatal. La última película no siempre es el final, la pasión de Russell por la música vivirá cada vez que la imagen se convierta en sinfonía.

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